viernes, 17 de abril de 2009

El contador de cuentos.



Existe en un lugar no muy lejano a cualquiera de ustedes un bosque especial; un lugar de vegetación asfixiante, oscuro y casi impenetrable. Puede ser cualquier bosque por los que hayáis paseado en algún momento de sus vidas, puede ser incluso ese bosque que tan cerca tienen de casa y al que tantas veces acceden para recolectar setas, observar a los pájaros silvestres, o simplemente pasear con vuestro mascota o pareja. Puede ser ese, o cualquiera bosque, porque la singularidad de ese lugar es que pasa inadvertido a los ojos de aquellos seres que nada tienen que ver con la maldad del hombre. Pero de ese lugar, de ese bosque espedial, tengo que contaros una historia para que siempre tengan presente que la maldad del hombre siempre encuentra respuesta en las fuerzas de la creación. Así dice nuestro relato.
 

Vivió hace tiempo en un campamento de carboneros un hombre pequeño de estatura, osco de origen y ruin de corazón, se llamaba Sabino Monterazzi, y era por todos odiado y temido a partes iguales. Resultó que, en cierta ocasión, coincidiendo con el principio de la primavera, como todos los años por esas fechas, las esposas de los carboneros se instalaron en el poblado con el fin de pasar los meses cálidos del año con sus esposos. De la noche al día, lo que era un lugar lúgubre sin la presencia femenina se llenó de vida nueva, de mujeres limpiando por aquí y por allá, de fogones humeantes que desprendían olores a todo tipo de guisos y alimentos bien condimentados, pero, sobre todo, de niños y niñas; pequeños retoños que jugueteaban sin preocupaciones mientras sus padres sonreían felices ante sus chiquillerías.
 

      Naturalmente, Sabino no tenía esposa, ni novia, ni madre que lo cuidase, y dado su carácter agrio y a su afición a crear polémicas por nada se le veía siempre solitario, con sus vestimentas roídas por la mugre y con un juramento siempre presto en su lengua viperina. Nadie sentía la más mínima estima por él, y él correspondía a los demás con un odio ciego, incluso hacia aquellos que alguna vez, por piedad, sentían inclinación a olvidar sus formas y de cuando en cuando se ofrecían a ayudarlo en lo que fuese menester. Pero Sabino siempre los ahuyentaba, maldiciendo y amenazando con la destrucción del mundo con sus propias manos.
 

     No podían echarlo del campamento, pues gozaba como los demás de una concesión carbonera expedida por el Duque de Osma, señor y amo de aquellos pagos. Ante eso nada podían hacer, salvo resignarse.
 

    Cierto día, a primera hora de una recién inaugurada mañana, un grito desgarrador cruzó por el poblado de aquellas afables y trabajadoras gentes helando el corazón de todo aquel que pudo escucharlo, el grito era inconfundiblemente de una mujer, por lo que, rápidamente, todos dedujeron con angustia que algo terrible acababa de suceder. Los hombres estaban ya en el tajo, pero todos, salvo Sabino, acudieron prestos al poblado como si al grito de que viene el lobo todos los pastores acudiesen en manada para defender sus rebaños.
 

       Las sospechas de que algo malo y terrible había sucedido no tardaron ni siquiera un poco en pasar a certeza. Al borde de un riachuelo que servía de acuífero para los pobladores se encontraba Agustina, la mujer del carbonero jefe, de ella había provenido semejante alarido, y no era para menos. La mujer se encontraba de rodillas en el suelo, y sobre su regazo yacía el cuerpo de su hija de quince años, llamada Soledad, muy apreciada por todos por ser una joven risueña y elegre. Madre e hija parecían un ovillo de sangre; un todo dantesco y lastimoso. La niña estaba, sin duda, muerta, desgarrado todo su cuerpo con una saña tal, que incluso los hombres más fuertes de espirito huyeron con su mirada hacia otro lado. Su padre, al llegar al lugar de autos y ver aquella escena enloqueció en el acto, y se necesitó mucha presencia de ánimos para tratar de calmarlo en la medida que las circunstancias lo permitía. Sin duda, un ser vil y engendrado en las entrañas del mismo infierno había cometido el más atroz de los asesinatos en la figura de la joven Soledad, todo su cuerpo estaba apuñalado, como si el asesino quisiese dejar claro que su humanidad residía en el olvido y ya no quedaba en su ser más que el alma de una bestia, pero, ¿quién podría ser tan malvado, y por qué ese crimen tan horrendo? 

      Todos habían acudido prestos al oir la llamada de la tragedia, menos el osco Sabino, que ajeno a todo seguía a sus labores, así que al unísono todos pensaron que una más una igual a dos. Sin dilación, y dejando a las mujeres y a los más jóvenes al cargo de la familia enlutada, el resto se dirigió al lugar en donde el mismo demonio tenía su carbonera, y allí lo encontraron, tranquilo, como el lobo que no se hace cargo de las ovejas muertas. Lo rodearon y lo hicieron preso, no sin antes darle una buena muela de palos y golpes por todo el cuerpo. El osco no tuvo tiempo siquiera para pedir clemencia, y menos explicaciones. Lo condujeron al poblado en presencia de la familia huérfana de hija. Sabino comprendió enseguida su situación, a pesar de que a punto estaba de desfallecer por los golpes recibidos, su adiós a este mundo era cosa firmada, cuestión de formas más que de tiempo, así que los carboneros, haciendo honor a su oficio decidieron que para que el hijo del diablo no gozase por más tiempo de este mundo lo mejor era honrarle con el fuego del averno, de donde sin duda algún día una mala madre lo había engendrado. 

     Lo terminaron de desfallecer a base de otra muela bien servida, y luego dejaron su cuerpo en la carbonera que él mismo había empezando a confeccionar esa misma mañana. Con oficio, los carboneros terminaron tan singular obra con el cuerpo aún con vida de Sabino en su interior, todos colaboraron en tan prodigiosa ocurrencia con el gusto de saber que se haría justicia por la fallecida, lo que hacía que con más saña acumulasen la leña para posteriormente y sin pompa prender la que sería la carbonera más recordada en tiempos. Algunos de los que sobrevivieron a los acontecimientos recordaron años más tarde que del interior de la carbonera se escucharon gritos y juramentos durante los tres días que tardó el fuego en consumirlo todo. 

   Para aquel entonces, la niña Soledad ya había sido enterrada en cristiana forma, y aunque era imposible para todos olvidar tan amargos sucesos, el poblado intentó restaurar cierta cotidianidad. No hubo preguntas entre ellos, nadie cuestionó la culpabilidad del osco, ¿quién acaso podría haber sido, sino él? Nadie sintió arrepentimiento por sus actos inmisericordes ni se cuestionó la autoridad moral de aquel asesinato. Ojo por ojo, decía la biblia pero, ¿había sido Sabino en verdad el autor del crimen horrendo?
 


     No suele la naturaleza perdonar los actos malvados de los hombres, y no hay nada peor para nosotros como un bosque testigo de nuestros actos horrendos. Los árboles, conocedores de la verdad, habían visto como dos grandes injusticias eran cometidas a pie de sus raíces. Tan malvado era el autor del primer crimen como los autores y encubridores del segundo. Ambos habían sido actos crueles e injustos, ya que la niña en verdad había sido asesinada con saña, pero no por aquel que de forma cruel pagó con su vida por la extraña afición que tienen los humanos para hacer pagar con más mal el mal que se les ha hecho. Sabino era un hombre extraño, sí, pero no un asesino.
 


      Para desgracia de los carboneros y sus familias empezaron a suceder extraños acontecimientos en el bosque. De repente, la rama de algún árbol se desprendía del tronco justo cuando algún carbonero pasaba por abajo, o extrañamente, al talar algún ejemplar, este caía por sorpresa justo al lado contrario que por lógica tendría que haberlo hecho. Estos accidentes empezaron a hacer mella en el ánimo de algunos carboneros, que sospechando que el lugar estaba maldecido por sus actos decidieron poner sabiamente tierra de por medio, estos fueron los pocos que se salvaron y los que dieron noticias de lo acontecido al duque que, aterrado por la historia que le contaban organizó una expedición a las carboneras, comandada por él mismo.
 

      Al llegar el señor con sus expedicionarios al campamento no dio crédito a lo que veían sus ojos: el riachuelo bajaba con aguas turbias cuando no era tiempo de tormentas, y los arbustos y malas hiervas se habían tragado el poblado. De los carboneros no quedaba ni rastro. Los caballos se enrabietaron nerviosos, como intuyendo un mal invisible, y a todos los expedicionarios se les pusieron de punta los vellos cuando casi a tiro de piedra vieron a un hombre de escasa estatura trabajar sin descanso en una carbonera, y con él, una joven de unos quince años que lo ayudaba en la faena sin prestar atención a los recién llegados. Quiso el Duque ir hacia ellos mientras los llamaba a gritos, pero al intentar avanzar un fuerte viento agitaba los árboles con fiereza, y se escuchaba el crujido de sus troncos al retorcerse de furia. El terror se apoderó de todos, y al retroceder por la inercia que este les provocaba cesaba la fuerza del viento, volviendo los árboles a su aparente tranquilidad. Aquel bosque estaba maldito, pensó el Duque. Una lástima, de allí se abastecía del mejor carbón. No se preocupó por los carboneros desaparecidos y sus familias, extrañamente sabía que de alguna forma un poder más fuerte que el del hombre había impuesto su voluntad impartiendo justicia ante una atroz injusticia. De regreso no se habló de lo ocurrido, el Duque sabía que las figuras que habían visto eran las de los dos desgraciados muertos injustamente, decretó la prohibición de internarse en el bosque, cosa que no hizo falta dado que las noticias vuelan como aves migratorias.
 

      Aún hoy día hay quien dice que en determinadas circunstancias la pareja de asesinados se deja ver a incautos que pretenden turbar su paz merodeando por el bosque. De eso nada puedo decir, pero que en verdad alguna vez en mi vida he rodeado algún bosque por sufrir los mismos hechos que el Duque y sus expedicionarios sí lo puedo atestiguar, lo que ya no sabría decir es si el bosque me rechazaba a mí o a mis acompañantes. En todo caso, el miedo aún me persigue en sueños.
 

PD- El asesino de Soledad pudo ser cualquiera, yo tengo mis sospechas, y si tú que me lees eres mujer, un consejo: desconfía y teme de aquellos que más te pueden querer, y si alguna vez quieres averiguar lo que de verdad hay detrás de quien desconfías llévalo a un bosque, y si este se manifiesta… Huye tu acompañante.


2 comentarios:

  1. Buen cuento y buen consejo.
    En algún bosque he sentido escalofríos, es cierto, y unas irrefrenables ganas de irme. Ahora entiendo...

    Un beso grande.

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  2. Arg! No soporto escribir mi comentario y que me de error al publicar

    Te decía que cuántas veces juzgamos por apariencias, y que qué gran historia, como en la vida real, donde siempre queda la duda.

    Besos.

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